jueves, 22 de abril de 2010

Aceptar el cambio, aceptar el riesgo

Hace más de dos siglos el tiempo pasaba más lento. Si fuéramos transportados a 1789, sentiríamos como si nuestros relojes pararan de funcionar. Las cosas ocurrían más lento. La comunicación, al ser demorosa, complicaba las cosas dentro de las distintas monarquías, los tratados, las guerras, los desastres mundiales. No existía el concepto de lo instantáneo.

La revolución francesa se extendió por una década. Pero por más que el tiempo pasaba más lento, diez años para que el sentimiento atrancado en los burgueses por tantas generaciones salga a la luz, es mucho tiempo. Por otra parte, ¿Cuántos años le tomó a Hitler convencer a una nación? Él le inculcó a gran parte de Europa de que se arrodillase a sus pies, que las personas le alabasen y validaran todos y cada uno de sus discursos e ideas; y que también justificaran la matanza sistemática y masiva del pueblo judío, que se volvió el más hiriente de todos los genocidios étnicos de todos los tiempos. Toda esta manipulación mental en tan sólo tres años.

Entonces, ¿cómo puede ser que los relojes funcionen tan bien ahora, luego de unos cuantos años? Por un lado tenemos a un hombre que inculcó una idea a una masa de personas en tres años, y por otro lado, tenemos una revolución de parte de burgueses que tardó diez años en completarse. Si una revolución es el cambio o transformación radical y profunda respecto al pasado inmediato, ¿por qué tardó tanto si los cambios eran necesarios hace más de un siglo? Y por más que el tiempo pasaba lento, ¿qué aconteció durante todas las décadas de disconformidad de los burgueses?


Ocurrió que un grupo de filósofos y científicos, los Ilustrados, comenzaron a desarrollar ideas necesarias para mejorar la calidad de vida en Europa ya que la monarquía absoluta estaba colapsando el sistema de vida de los burgueses y del pueblo. Entre esos brotes de ideas estaba la consideración de derechos anteriores al estado y la limitación de poderes. Lo que todas estas ideas inculcaron fue un nuevo concepto y doctrina de la soberanía, lo que trajo consigo una etapa histórica de la evolución global del pensamiento burgués.

En otras palabras, la revolución francesa cambió por completo el mundo moderno a tal punto de hacerlo irreconocible. Demostró hasta donde había llegado el poder de la burguesía y las ideas de la Ilustración. Además mostró cuán violenta puede llegar a ser una revolución. Todo esto trajo consigo consecuencias sociales. La revolución dividió a todos los países europeos entre “Conservadores” y “Liberales”, y creó un régimen novedoso con apego a los derechos ciudadanos y a la Constitución, ideas que ya se estaban concretando en la nación norteamericana.

Edmund Burke, un gran pensador político británico, publicó en 1790 la obra Reflexiones sobre la Revolución francesa en la que inaugura su denominada “epistemología de la política”, un modelo de empirismo político, que rechazaba el escaso respeto por la tradición legal consuetudinaria de los nuevos principios legales emanados de la Revolución francesa.


El texto dice: “Se pueden cambiar los nombres, sin embargo las cosas tendrán que permanecer en una u otra forma. Cierta dosis de poder debe existir en la comunidad, en una mano o en otra y con uno u otro nombre. Por consiguiente los sabios aplicarán sus remedios a los vicios, no a los hombres; a las causas del mal, que son permanentes, no a los órganos circunstanciales a través de los cuales ella actúa, ni a las formas transitorias en que ellos aparecen. De otro modo serían sabios en teoría y locos en la práctica”

Vemos claramente una mente totalmente conservadora que quiere lo mejor para su país, pero no está dispuesto a arriesgarlo todo; el cambio de la organización política lo aterra aún sabiendo su falta de eficiencia. El problema aquí es que habían pasado diez generaciones en las que Francia estuvo aprisionada y manipulada por los gobiernos monárquicos que no sólo crearon desconfianza con los burgueses en términos de préstamos, sino que no existía en ellos la capacidad de racionalizar acerca de las necesidades de un pueblo como ente político y social.

Un gran anécdota explica esta situación: Cierta vez el pueblo de París protestaba frente al castillo de Versalles por la falta de pan (a estas alturas si les faltaba pan significaba que su pobreza había llegado hasta un nivel incomprensible). Al pasar por la terraza del palacio, Maria Antonieta, reina de Francia y mujer de Luis XVI, vio la desesperación del pueblo y le dijo al mayordomo: “a falta de pan, ¡buenas son las tortas!”. Su cinismo e ingenuidad quedan más que claros.

Respecto al párrafo extraído de la obra de Edmund Burke, se entiende el concepto de aplicarle remedio a los vicios y no a los hombres. Nadie quiere guerra, mutilaciones, decapitaciones, sangre. La solución perfecta para el dilema de la monarquía absoluta sería hacer una reforma en el sistema y en los gobernantes, a menos que ellos acepten la nueva doctrina. Pero allí en Francia en el año 1789, los monarcas no tenían intenciones de cambiar el pensamiento, la ideología del momento, ni lo que ello conllevaba, por lo que naturalmente y como era de esperar, se tomaron medidas severas. Además, ¿qué perdían intentando? El desastre nacional ya estaba hecho por lo que si la revolución no funcionaba, todo iba a seguir igual, sin mayores cambios.

¿Cuánto tiempo iba a aguantar el pueblo sufriendo de hambruna y viviendo en la miseria? ¿Cuánto más aguantarían los burgueses la mala política económica por parte de la monarquía absoluta? El mercantilismo tenía que desarrollarse, el descontento de las clases populares y la vida de exagerado lujo de la corte habían llevado a Francia a un punto crítico en el que se debió tomar una decisión final. Todo eso tenía que ser reemplazado por la soberanía nacional, el reparto de poderes y el reconocimiento de las libertades individuales.

“Los puntales del buen gobierno en Francia comienzan a ceder ante los ataques sistemáticos de los ateos y su propagación no dejará estabilidad alguna en nuestra sociedad” continúa Burke. Ante esta afirmación se puede decir que no existe cambio alguno que no origine un desorden inicial. Pero de a poco ese desorden va tomando forma y se moldea para que los hombres se adapten al nuevo modelo. Todos los cambios traen inestabilidad en un principio porque la gente se tiene que adaptar. Ni en esa época ni ahora hay complejos persona-robot que no necesite tiempo para acostumbrarse a la modificación de cualquier tipo de sistema.

Los vicios se pueden cambiar, eso está claro. En cuanto a los hombres de la monarquía absoluta de 1789, ¿también?
Ronith Dayán

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